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Mis dedos tamborileaban sin parar en cualquier sitio donde apoyase la mano. Crispaba. Como una de esas noches tensas en las que el reloj acuchilla el silencio de tu habitación y te hace notar que cada segundo dura como un minuto entero. La misma noche que la tila tampoco pudo callar a mis pies, que remedaban con su tic al corazón en voz alta.
Sigo sin entender a día de hoy esos nervios, porque desde luego no era como si fuese a quedar con alguien por primera vez.
Ha pasado un año y sigue aquí. No pedí nada más por Navidad.
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